Es de obligado cumplimiento pasear por Bilbao, ciudad a la que han lavado la cara, y pinchar en Licenciado Poza. Comprobar que el Athletic no es un club de fútbol. Envidia a ratos, zamarras vizcaínas por todos lados, con naturalidad, como si ir a un partido fuera un acto cotidiano, como comer con tus abuelos en domingo o visitar a la familia con los niños. Debe ser para esa gente un momento irrepetible e insustituible. Creo que, en parte, la afición del Athletic es lo más cercano al seguidor inglés, viven este juego de una forma muy semejante.
Luego llega la hora del partido. Aparece Gorka, ese portero que puso orden en una posición legendaria para ese estadio. Saluda, se abraza con un miembro de seguridad, es un tipo normal en el planeta fútbol. Aunque allí eso es habitual, llama la atención que los jugadores del Athletic aparezcan tras el choque a las puertas de su estadio. Deparan con la gente que les idolatra, comentan su visión del partido, se toman algo y se marchan a casa. Es una forma especial de vivir su profesión, ser conscientes de que su privilegio debe ser compartido.
Antes, saltan al campo, suena el estridente y misterioso Athleeeeeticccc. Ya van 1-0, porque un futbolista visitante debe quedar embriagado con tanto encanto flotando por ahí. Empujan, empujan y vuelven a empujar, su equipo es bravo, generoso en el esfuerzo, de los pocos que hace bueno quedarse con uno menos, por fe, por casta. Uno puede ser un fino estilista como Yeste, pero si te llamas Toquero puedes pasear tranquilo por el Bocho, porque su gente premia el corazón, aunque el destino no te dotara de talento. Así es San Mamés, o por lo menos así lo siento yo.
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